martes, 25 de agosto de 2009

Sin título # 12


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Se maquillaba ligeramente frente al espejo mientras recordaba la voz de su mamá: “Lía, píntate, no seas tan fachosa”, se sonrió, dio brillo a sus labios, enrolló su cabello en un chongo y lo aprisionó con una gran pinza. Era viernes y como casi todos los viernes, las amistades habituales se reunían ahí a platicar, beber y jugar.

Al momento que acomodaba los ceniceros, servía la botana y alimentaba al gato, se descubrió pensando ese mismo pensamiento que durante ya varios meses la acompañaba. Sonrió otra vez, no había nada que pudiera hacer para evitar pensar una y otra vez en lo mismo y sonreír. La regresó a la realidad el timbre de la puerta y recibió a sus primeras visitas. Envidió su libertad para beber alegremente y se recriminó por ser tan voluntariosa al tomar la decisión de abstinencia durante todo un mes.

- ¡Lía, suena el teléfono! – gritó alguien por ahí.

“Seguro no sirve otra vez el timbre y alguien está afuera” fue el pensamiento de Lía al tiempo que corría para coger la llamada.

Del otro lado una voz conocida pero lejana le entregaba la noticia de una muerte en la familia paterna. Arregló maleta, esperó que fuera la hora acordada para partir y se sentó a la mesa a jugar continental. Entre risas, brindis y cigarros la noche pasó. A las tres de la mañana, sin gota de sueño y nuevamente sola, recogió los restos de ceniza, lavó los vasos y otra vez ese pensamiento que la hace sonreír la invadió.

Cuando se dio cuenta, el viaje relámpago a un velorio se convirtió en una estancia de más de dos semanas en la ciudad natal de su madre. Lugar árido, hostil, sofocante, carente de vida. En un abrir y cerrar de ojos los planes cambian, la vida no pide permiso y las sorpresas no necesariamente son buenas. Ahí estaba Lía, en ese lugar donde en su infancia nunca le gustó estar.

Bajó del autobús entumida por tantas horas de camino, el frío intenso del aire acondicionado se contrastó con la oleada húmeda tan característica del sur del país. Habían pasado algunos años desde la última vez que estuvo ahí. Todo igual. Todo en el mismo lugar. Se colgó la pequeña maleta y encaminó las dos cuadras que la separaban de la terminal de autobuses a la casa de sus abuelos maternos. Dos pasos antes de llegar se detuvo en seco, respiró profundamente, convenciéndose que había tomado la mejor decisión. Avanzó y en el porche que da acceso a la entrada principal de la casa estaba una de sus tías. Eran apenas las ocho de la mañana. Se tatuó la sonrisa y saludó. Unos brazos la estrecharon y ella correspondió.

Abrió la puerta de mosquitero y el escenario era el mismo que había visto durante todas las veces de su vida que había estado ahí. El comedor de pino entintado, el trinchador con sus copitas corrientes; la sala de tres piezas color marfil con bordes dorados y sus cojines forrados de plástico para que no se ensucien; en una repisa los baratos y vulgares recuerdos de los quince años de todas las nietas de su abuela; en la pared fotos y más fotos, y por último, para dividir la sala-comedor del área que conduce a las habitaciones, esa pared de madera llena de entrepaños pequeñitos que exhiben montones de adornos de cerámica como aquellos que se gana uno cuando va a la feria: espantosos.

Ese olor tan característico de esa casa. Le pareció que las imágenes que le venían a la mente no eran agradables. Olía a rancio, agrio, a viejo. Siempre hubo ahí algún familiar muy mayor al que había que cuidar y atender. Había que cambiar sábanas orinadas, limpiar cómodos llenos de desechos, lavar batas, toallas. ¡Cuántos recuerdos! Cruzó ese umbral y se encontró a su lado izquierdo con aquella pequeña salita de madera que hacía las veces de recibidor, mismos muebles que su mamá le contó fueron los de su infancia. En frente un gastado mueble lleno de portarretratos con fotos de toda la familia. Del lado derecho una credenza con más fotos. El peso de la valija en el hombro la hizo reaccionar. La acomodó despacio en el suelo y se detuvo a observar una por una tantas imágenes congeladas. Descubrió a sus tías, a tíos, primos, primas, sobrinos, a su mamá e incluso a su papá “¡vaya, aún no lo han desterrado!” –fue su sarcástico pensamiento-, y en alguna se encontró a ella misma. Sólo en una. Sonrió y pensó en los ordinarios marcos que protegían los retratos.

Avanzó discretamente por el angosto pasillo, el sudor le humedecía la piel y una ligera gota le escurría desde el cuello hasta esconderse en la comisura del sostén, dio cinco o seis pasos y se encontró recargado en la pared del lado derecho el altar atiborrado de velas encendidas, imágenes de santitos, algunos rosarios extendidos en el sucio terciopelo rojo que hacía de mantel en la pequeña mesa… y de pronto sus ojos se toparon con “eso” y una tormenta de recuerdos le nublaron los ojos. Con mano temblorosa la tomó, era la peineta de su bisabuela, la “mamanina” como todos le decían. Esa mujer de largos cabellos blancos sujetos por una peineta de carey, piel morena, con los ojos grises por la ceguera, desdentada, incapaz de caminar y siempre enfundada en bata blanca de botones, sentada en su reposet. de ajada piel verde. Por más que se esforzó no pudo recordar haberla visto con bastón. Se apoyaba en una silla de madera maciza que fungía como andadera. Casi veinte años han pasado desde que esa mujer murió y su presencia sigue tan vigente. Su aroma añejo seguía impregnado por doquiera. Recordó Lía el miedo que le daba esa señora de mueca sin dientes, con la vista opaca y piel agrietada por la vejez. Y su olor, ese olor.

Como cada vez que las emociones la oprimían, Lía inhaló y exhaló. Volteó a su alrededor a ver si alguien la observaba. No había ahí nadie. Sólo esas presencias que no necesitan rostro y cuerpo. Tres pasos más, vuelta a la derecha y la habitación principal, la de sus abuelos. Habitación que tampoco nunca le había gustado. Dormido plácidamente se encontró a su abuelo con una camiseta de algodón blanca de tirantes y un pañal mal acomodado. Lo que antes fuera una figura de autoridad ahora se reducía a una imagen fetal. Ese maldito olor rancio la estaba asfixiando, quería distraerse en otra cosa. Dirigió sus ojos a la pared de enfrente y en el mismo lugar de siempre encontró las fotos de tres caritas de cada uno de los primeros seis nietos por orden cronológico: su hermano mayor, su prima, su hermana, su otra prima, su hermano menor y ella, Lía. Los demás nietos no tuvieron esas imágenes y ni falta que hacían si no habría donde colgar tantos nietos en la pared. Con paso pequeño se atrevió a acercarse a la cama, extendió la mano y acarició la cabeza pelona del viejo señor dormido.

Salió con prisas y se dirigió a la sofocante cocina por un vaso de agua. Se sentó y el ruido de su teléfono móvil la aterrizó. Un mensaje que le robó una sonrisa. Era bueno sentir que alguien pensaba en ella. Faltaban algunas horas antes de que trajeran del hospital a su abuela, mujer de 81 años, recién operada de la cadera y a la que habría que atender entre toda la familia. Seguramente.

Lo que en la mañana había sido un lugar callado y quieto, por la tarde se transformó en un circo de gente entrando y saliendo. Lía intentaba parecer contenta con tanto abrazo sudoroso que la rodeaba. Por dentro se le revolvía la náusea. No habían pasado doce horas y todo lo que ella deseaba era estar en su ciudad, en su casa, en su cama y con su gato.

Entre el barullo nadie cayó en cuenta que el abuelo se deshidrató y la misma ambulancia que dejó a la abuela se lo llevó a él inconsciente. Ese fue el principio de la odisea. Nadie queriendo hacerse cargo de los cuidados, alimentos y limpieza de la matriarca. Nadie queriendo hacer guardias en el hospital por el abuelo. Mucho ruido y pocas nueces. Fue entonces cuando Lía se descubrió algunas cualidades totalmente desconocidas para ella. Se convirtió en la dama de compañía de esa mujer a la que había llamado abuela durante 37 años y con la que no la unía ningún vínculo emocional más que el obligado por la sangre. Se quitó los ascos y los guardó para después. Acostumbró a sus ojos a verle el desnudo cuerpo arrugado para bañarla cada día con una esponja en la cama, a lavarle las llagas que la inmovilidad le estaban generando, a cambiarle los pañales, ponerle la pomada para que no se rozara y vestirla con esas batas de tela corriente que usan las abuelas de pueblo. En menos de tres días se hizo experta enfermera. En menos de tres días se enamoró de su abuela. Se dedicó a cocinarle, darle las medicinas a la hora indicada, dormir en el cuarto de ella en un catre para estar pendiente de sus necesidades. Nuevo descubrimiento para Lía: con qué facilidad puede uno querer.

Pero ese maldito calor, ese maldito pueblo perdido de Dios, que hace que la gente sea ignorante sin ninguna actividad. Donde los días son todos iguales y las noches también. Se empezó a sentir sola, más sola. De por sí los últimos tiempos la Soledad se había vuelto su mejor amiga y su peor enemiga. Empezó a extrañar y extrañó que no la extrañaran. Fue y se sentó en esa vieja mecedora que está en el porche, dejó que el viento suave del ventilador a medio metro de ella jugara con sus cabellos traviesos y rebeldes que se habían escapado de su pinza; mientras se mecía contempló las plantas y las petunias de todos colores. Sintió la picazón de un zancudo, cerró suavemente los ojos, sonrió tristemente y lloró para dentro. De nuevo ese pensamiento feliz la volvió a invadir y ahora sí sonrió de verdad.

4 comentarios:

Amara dijo...

Amiga no sabes cuanto te extrañé.

Me encanta la vida. Nos lleva justo por donde tenemos que ir para aprender lo que nos toca.

Gracias por tu relato, se siente bien conocerte un poquito más.

Muchos abrazos y besos de bienvenida!

Paloma dijo...

yo tmb te extrañe mucho...
que bueno saber de ti! :)

Myself dijo...

me dejo pensativo..

Lia dijo...

gracias por pasar a visitarme! ya extrañaba leer algunos comentarios por aquí!

besos y polvos mágicos!