domingo, 5 de octubre de 2008

De la inteligencia emocional y mi nula aplicación

autor desconocido por mí, declárome cyber-stupid

Dice el diccionario más recurrente de la red, que Inteligencia Emocional es: “un conjunto específico de aptitudes que se hallan implícitas dentro de las capacidades abarcadas por la inteligencia social. Las emociones aportan importantes implicaciones en las relaciones sociales, sin dejar de contribuir a otros aspectos de la vida. Cada individuo tiene la necesidad de establecer prioridades, de mirar positivamente hacia el futuro y reparar los sentimientos negativos antes de que nos hagan caer en la ansiedad y la depresión”. Suena rete bonito, la neta, aunque no dice mucho. ¿Qué es inteligencia social?, ¿Cuáles son esos otros aspectos de la vida en los que las emociones aportan importantes implicaciones?

La cosa es que para mí, según mi escaso conocimiento a través de algunos cursillos piteros respecto al tema, inteligencia emocional es responsabilizarse de las consecuencias que nuestras acciones implican. No basta con reconocer el error, sino admitir la(s) consecuencia(s). Y de pasito, también comprender que no gozamos de privilegios especiales como para que la gente nos soporte con nuestras filias y fobias a cambio del mínimo esfuerzo indispensable, o sea: nada.

Pequeño breviario cultural para empezar a vomitar lo único que ha sido perenne y constante en mi vida: Zeta se llama, Zeta tatuada en mi mente, Zeta mi primer pensamiento del día y el último antes de cerrar los ojos ante la espera de un nuevo día cargado de las mismas emociones del día anterior, pero aumentadas. Zeta durante ocho años, con sus mañanas y sus noches. Zeta, la que me hace perder mi inteligencia emocional. He aquí un trozo de historia, hace más de un año:

Soltó una carcajada. Raro en ella. Una carcajada tan natural y tan sincera. No supe si disfrutarla ya que aunque sonríe y ríe, pocas veces se carcajea; o sentirme ofendida por la sensación de burla que me provocó. Aunque no fue burla, también lo sé.

Es un abismo enorme el que nos separa, un mar inmenso de imposibilidades, de las cuales ella está mucho más convencida que yo y eso que yo soy mucho más realista. Sé bien que no me pertenece, que su vida y su plenitud están fuera de mí y de nuestro país. Incluso alguien más la espera en su cama al otro lado del mundo.

Y nos pasamos las horas mirándonos a los ojos, recostadas en mi cama, enredadas entre el edredón y nuestras piernas haciendo las veces de lazos, mientras yo enumero el check list de razones por las cuales no estamos juntas, ella sólo me observa con sus ojos cafés, grandes y bellos, pensando en no sé qué, metiéndose con su mirada tan dentro de mí que es casi tangible.

Dejamos el tema, prendemos la televisión y cenamos tiradas en la cama. Eso sí, siempre nuestra piel rozando. No soporta estar conmigo y no tocarme, argumenta que es toda mi culpa, que es así de demandante conmigo porque yo se lo permito. Buen punto, tendré que pensar más en eso, aunque dudo que pueda hacer algo al respecto, me encanta hacerla feliz aunque sea echándola a perder.

-¿Porqué no puedes ver la televisión y al mismo tiempo platicar conmigo?

Pregunta que he hecho a lo largo de esos siete años interrumpidos, eventuales, intermitentes en interminables.

Y sonó la carcajada.

-Es como pretender querernos y poder vivir juntas, Lía.

No me gustó su analogía. ¿Qué putos tiene que ver que ella sea adicta a la televisión con que no aprenda a vivir conmigo? Me levanté hasta quedar sentada en la cama y agarré mi cabello largo y negro en un chongo. Seguí viendo cold case hasta el momento del anuncio comercial. Me voltee hacia ella.

-Zeta, eso que acabas de decir tiene que ver todo contigo y nada conmigo y sólo quiero que estés consciente y te hagas responsable de ello.

Esto al momento que me levantaba, recogía el par de charolas con los restos de la cena y me acercaba al umbral de la habitación hacia la cocina. Abrió más los ojos. Sus ojos, con esas hermosas pestañas, enmarcados con unas imperfectas cejas que la hacen aún más interesante. Qué ventaja que la belleza sea relativa. Su mirada serena pero asustada. Regresé y me senté nuevamente en el colchón mirándola fijamente, esperando su respuesta.

-Tienes razón, tiene que ver todo conmigo.

-Exacto. No soy yo quien tiene un trabajo fuera del país, una maestría por estudiar y una mujer. Y además no te pido que dejes nada.

-Cierto. Perdón.

-No te disculpes, solo responsabilízate.

-Ok. Además sí creo que llegue el día que podamos…

Devuelvo mi mirada a la televisión y con eso callo sus palabras.

Se terminan los anuncios y me recuesto de nuevo en mi cama, ella en vez de continuar viendo la serie televisiva se mete bajo el edredón y se esconde, como las tortugas dentro de su caparazón. Tres minutos. Me asomo y le pregunto qué pasa. Sólo atina a decir: “estoy pensando en lo que dijiste”. Otro silencio y sigo viendo televisión.

Levanto nuevamente el edredón y acariciándole las canas prematuras que le invaden gran parte de su cabellera le digo: “ey, estos son nuestros últimos momentos, disfrútalos”. Otro minuto. Y se mete más abajo del edredón, se acomoda en posición fetal y recuesta su cabeza en mi vientre. Se contonea en él. Empieza a subir lentamente, y por fuera parece el caminar de una oruga gigante. Sale y me besa en la boca. Un beso pequeño. Se ladea y se recuesta en mi hombro. Sus ojos clavados en mi cara, los míos clavados en la televisión.

-¡Eres bellísima! ¿ te lo había dicho alguna vez?

-No, nunca.

Un juego siempre jugado.

-Pues eres hermosa. Me encanta tu piel.

-A mi me encanta que me lo digas.

Nuestra relación siempre ha sido de pocas palabras. Les tiene tanto miedo, la comprometen, siente.

-Apaga la televisión ya, ¿sí?

Lo dice porque sabe que mientras el monitor esté encendido será una larga droga que no le permita disfrutarme.

Y estamos ya en el silencio permanente, acostadas de lado, frente a frente. Observo su nariz gigante y pienso cuánto me gusta. Pensamientos y pensamientos. Los suyos, los míos, ninguno compartido. Dice ella que hay cosas que se deben reservar para uno mismo.

Empieza a sonreír con esa sonrisa tan suya, tan seductora y que conozco tan bien. Ya sé a dónde va. Ya sé que quiere. Y yo muero de ganas. Se recuesta encima de mí y me empieza a besar. Me fascina su manera de besarme, me acaricia los labios con su lengua y mi piel se eriza.

Afirma que no es lo mismo dar un beso que besar. Me lo explicó gráficamente mientras estábamos en la cocina haciéndonos de cenar:

-Bésame.

Me acerqué y en las prisas por tener la cena lista, me pongo enfrente de ella inclino la cabeza hacia arriba y le doy un beso.

-Te dije bésame, no dame un beso.

-¿Y cuál es la diferencia Zeta?

Le pregunto mientras me volteo a la estufa a revisar los jitomates asándose en el comal.

-Ésta.

Me jala, me voltea y me rodea la cintura con sus brazos, quedo totalmente embonada a su cuerpo. Sonríe como cada vez que siente cómo me estremezco con sus roces. Baja de a poco su cabeza ladeada y me besa como si fuera a ser la última vez que me besará. Quedo mareada, siempre me deja mareada. Es avasallante, entra en mi vida como un torbellino, como un huracán, arrastra todo y luego se va dejándome hecha un guiñapo.


Al día siguiente no la vuelvo a ver. Tal vez en 1 semana o tal vez nuevamente hasta dentro de dos años. Eventualmente, volverá a suceder.

Y un año después, ya regresó y ya se volvió a ir...


2 comentarios:

mayna dijo...

oiga...que intensa es usted, su historia es maravillosamente erótica y sensual...La intelligencia emocional queda anulada la mayoría de las veces cuando llega el enamoramiento, es decir, que cuando se está enamorado, el individuo es casi incapaz de utilizar ningún tipo de inteligencia, ya sea emocional o racional.

La ninfa vouyerista dijo...

Mi muy querida y nunca bien ponderada amiga... Leo tu historia y cada palabra es un putazo visual, no por el contenido erótico, no porque me imagino a Zeta y a Usté en los placeres carnales... nop, sino porque esta historia de la jodidez emocional que tanto da pero que también tanto quita, es el vaiven de nuestras vidas... la pregunta clave será: cuánto tiempo soportará nuestro puerquecito tanto zangoloteo emocional?