jueves, 9 de octubre de 2008

Las "Veros" de su vida

autor desconocido por mi, cyber-stupid me


¿Cuántas mujeres han pasado por su historia en nuestra historia?, ¿cuántas por la mía?, creo que incluso ha habido alguna compartida, pero en diferente espacio y tiempo. Los primeros años me atormentaba, me dolía y me asustaba la idea de sus labios en otros labios, su lengua recorriendo los continentes de otro cuerpo; sus vigorosas y hábiles manos excitando, acariciando otra piel que no fuera la mía, y la incertidumbre de saber si esa nueva experiencia sería más placentera que nuestros memorables momentos de pasión, siempre in crescendo, y perdería, por consecuencia lógica, el preciado trofeo de ser su constante para convertirme –en el mejor de los casos- en una más de sus variables. Pasaba los días, las tardes y sus noches escuchando como sabiamente entona María Jiménez una cuasi poesía de Joaquín Sabina:


¿Quien hará tu trabajo debajo de mi falda?

¿La boca que era mía, de qué boca será?

El roto de tu ombligo ya no me da la espalda

Cuando pierdo contigo las ganas de ganar


¿Quién habrá sido primero? Andrea, ella ya existía en su vida antes que yo me cruzara en su camino, fue quien padeció –antes de mí- la tristeza que provoca su ausencia, ya que obtuve el primer premio sin siquiera haber competido. Con el tiempo entendí que no hay premio gratuito, simplemente era el pase de entrada a un puñado de batallas aún inacabables en aras de obtener la victoria; esa guerra que nunca he logrado ganar: Zeta.

Andrea se difuminó y dio inicio la lista interminable de mujeres guapas, feas, blancas, morenas, talentosas, políglotas, profesionistas, inteligentes, mediocres –entre otros tantos adjetivos calificativos- todas ellas distintas, con diferentes o parecidos estratos sociales, edades, alturas, pero con un solo interés común: Zeta.

He decidido nombrar a esta larga lista “las Veros” de su vida, por ser el último ejemplar adquirido. Y cabe señalar que no tengo nada en contra de ninguna de “las Veros”, simplemente es optimización de recursos.

¿Cuándo y cómo aprendí yo a sortear a todo este desfile de féminas? No recuerdo el momento exacto, pero me alivié con el consuelo de los pendejos: ¿qué le hace? al fin que siempre regresa a mí. Me convertí en la reina –con corona y cetro- de las pendejas, rodeada de cortesanas ávidas del afecto homosexual de MI reina. ¿Qué le hace? yo soy la catedral y ellas las capillitas. ¿Qué le hace?

Opté por anteponerla a mi integridad y pagar el precio, aunque bastante elevado, por el placer de su presencia. Y de reina, camaleónicamente pase a ser wonder woman, siempre comprensiva, viéndola entrar y salir; venir, regresar; tornar, retornar. Mi cama se henchía de placeres, sudores, fluidos y mágicos encuentros. Ella y yo. Mi piel y su piel. Su sabor y mi sabor. El mundo era perfecto. Me vendí la idea de que no se puede tener todo en la vida, y me la compré. No sé cuántas mujeres me senté a mirar pasar, sólo sé que llegaron varios veranos y varios otoños, solté el cuerpo, me relajé y elegí crear mi propia lista de “las Veros” de mi vida. Ninguna tampoco nunca importante, salvo la última. Mujer hermosa, jovencísima, guapa, con más defectos que virtudes. Me despedí de Zeta y me estacioné dos años en una relación enfermiza, con el mismo patrón de conducta de la mujer siempre amada: el egoísmo como personaje protagonista de nuestra relación. Afortunadamente su egoísmo ganó y partió a la Madre Patria. Y más afortunadamente Zeta también se fue al viejo continente tras “el verdadero amor”.

Las mejores vacaciones de mi vida, así está catalogado ese período. No hubo mujer a la cual atender, querer, chiquear, mirar entrar y salir; tampoco estaba la otra a la cual aguantarle el berrinche propio de la edad y sus desplantes de mujer hermosa. Aprendí a guardar mi amor, meterlo delicadamente en un cofrecito, resguardarlo en una caja fuerte y extremando precauciones, lo lancé al fondo de mar con 7 anclas, todo ello vigilado por tres tiburones dando vueltas en la superficie. Pero la vida está llena de sorpresas y no siempre son benévolas. Trescientos días sin ver a Zeta, sin extrañarla, pensando en ella de vez en vez, pero nada más. Y bastó tenerla enfrente de mí, sentir esa revolución que corre por mis venas y desear que el mundo desapareciera para arrancarle la ropa, ajustar mi cadera a la suya, comérmela a besos, enredarme en el perfume de sus cabellos plateados; recordar ¡por fin, otra vez! cómo se hace el amor. No me quedé con las ganas, de ahí a mi casa, a mi cama, reconociéndonos los cuerpos como si hubiera sido ayer. Siguiendo, además, los mismos patrones de conducta, las mismas dinámicas de antaño: coger y partir.

Pasaron los días, las semanas, pura diversión, los besos, las risas, las miradas de complicidad, el buen gasto de tiempo juntas. Sin nada qué pedir a cambio. Satisfacíamos nuestras respectivas carencias. Otra vez la vida era perfecta.

Pero, insisto, la vida no siempre es benévola, aunque siempre ponga su mejor cara. Me jugó una mala broma y de las pesadas.

Un buen día me encuentro sentada en su restaurante favorito, una frente a la otra, con una botella de champagne y dos copas burbujeantes por testigo, a punto de celebrar algo que yo desconocía. La noticia me hela, me impacta, volteo a todos los lados y me siento una estúpida a la que de pronto le van a decir: ¡sonríe a la cámara, esto es una broma! Pero no, no era una broma, –o aún yo no sabía que sí era una broma- ahí estaba ella, guapísima, radiante, sonriente, pidiéndome con toda la certidumbre posible que formalizáramos nuestra relación. Una relación que ya se merecía después de ocho años establecerse. Tras un arduo interrogatorio de mi parte, en donde todas las respuestas apuntaban exactamente a mis objetivos, le di el sí. Por fin, después de ocho años, la mujer de mi vida, el más grande amor de todos mis amores, era mi novia. Y no tuve que hacer nada, no fui quien hizo la petición, la solicitud ni las propuestas. Escuché todas sus razones, sus motivos, sus experiencias que le permitieron crecer y madurar hasta llegar a la conclusión de que es a mí a quien ama y ha amado siempre. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Después de haberme hecho el ánimo de que nunca sería una opción ser su señora, lo era. Sabíamos que nos esperaba una ardua tarea, ajustarnos a las nuevas reglas implícitas de una relación formal, el enorme lastre de nuestro pasado juntas y las obvias desavenencias que naturalmente se presentarían. Pero ¿qué le hace? todo sea por construir los cimientos de nuestro proyecto de vida juntas. Los problemas no se hicieron esperar: la falta de costumbre de la convivencia; nunca habíamos pasado más de tres días seguidos hombro con hombro y codo con codo y de pronto vivía en mi casa y dormía en mi cama noche tras noche enroscada en mi cuerpo respirando el calor que emana de mi cuello.

Duró menos de lo que me duró la impresión de su regreso a mi vida. Cuatro semanas le parecieron suficientes a Zeta para cansarse y tirar la toalla, cuatro semanas le parecieron bastante tiempo para sanar las heridas de nuestro pasado, pero sin éxito. Cuatro semanas era el periodo idóneo en su mente para ajustar las diferencias, dolores, traumas, vicios y fobias de nuestra perenne relación amatoria. Cuatro semanas en los que no di el ancho. Cuatro semanas después, agotadas ambas por la lucha de poderes, se le hizo fácil voltear sus ojos a otro cuerpo –también moreno-, pero mucho más lozano, firme y estético; a otras nalgas y a otro par de tetas mucho más grandes y redondos que los que mi contorno lucen, pero sobre todo, mucho más joven que el mío. Quince años nada más.


Esa figura -joven, bella, apetecible- cubre hoy sus expectativas, se ciñe a su cintura, embona en sus caderas, dejándome de lado, sin detenerse –como siempre- a valorar lo que hay en mí que siempre la ha hecho buscar nuevamente mis brazos.

Esta es la nueva “Vero” de su vida, pero ella sí se llama Verónica, tiene 22 años, un cuerpo perfecto, “jugoso” y toda la juventud por delante. Atributos que en mi soledad me empequeñecen, me roban mi seguridad y me cubren toda de envidia.




1 comentario:

La ninfa vouyerista dijo...

(silencio)... Pues en mi caso no existen Verónicas, pero si Perdónames, inteligencia emocional... Mmmh, hoy me pregunto si existe, la verdad ya hasta me está pareciendo un absurdo, jajajajajaja... chale!

Yo sospecho que en nuestro caso, es más intuición que inteligencia... porque en su defecto, ya las hubiéramos superado con una facilidad impresionante y no por egoístas -como en el caso de ellas- sino porque ellas mismas nos hacen el gran favor de darnos las armas y argumentos para despedirlas...